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A largo plazo, a la industria turística le conviene reducir estos costos; un mundo afligido por desastres climáticos en serie no es un lugar muy agradable de recorrer. No obstante, durante años, el sector turístico no ha tenido que rendir cuentas por la devastación ambiental que provoca.

Ya he escrito sobre cómo la pandemia debería llevarnos a un replanteamiento de los viajes en avión. Esto es cierto sobre todo para el mundo empresarial. Claro que las reuniones en persona tienen su magia única, pero en una era con herramientas de videoconferencia bastante buenas, ninguna cantidad de magia justifica los costos ambientales extremos de los vuelos de rutina. Sin embargo, viajar en avión emite tanto carbono —tu porción de emisiones por un solo vuelo redondo trasatlántico es casi suficiente para eliminar el ahorro que podrías acumular al vivir sin auto durante un año— que también vale la pena considerar la restricción de los viajes por placer. Algunas personas pueden costear un viaje a Europa al año, tal vez incluso varios. No soy de quienes humillan a otras personas por viajar en avión, pero ese nivel de complacencia debería merecerse algún grado de oprobio social.

Los cruceros están aún mejor posicionados para una reforma radical, si no es que para una prohibición absoluta. Los primeros días de la pandemia resaltaron la vulnerabilidad al contagio de la industria, pero controlar la enfermedad solo debería ser el primer paso para este medio de transporte, que es uno de los más contaminantes. Según un estudio, un crucero mediano puede emitir la misma cantidad de material particulado que un millón de autos. Un análisis de 2019 mostró que una sola empresa de cruceros, Carnival, emitió 10 veces más óxido de azufre que los casi 260 millones de autos de pasajeros en las calles europeas en 2017.

La semana pasada le hablé a Rick Steves, escritor de viajes y operador turístico, para preguntarle sobre el futuro de los viajes en un planeta que se calienta cada vez más. Durante casi toda su vida, Steves viajó a Europa al menos una vez al año. El verano pasado fue la primera vez en décadas que no fue, y este año se quedará en casa de nuevo.

Steves me dijo que pasar más tiempo en casa le ha dado una nueva perspectiva sobre viajar, tanto sus posibilidades psíquicas liberadoras como sus graves costos.

“He aprendido a apreciar la fragilidad del medioambiente y la importancia de que las personas y las naciones no se tengan miedo, sino que trabajen hombro con hombro”, me dijo. Al igual que el combate al cambio climático, la lucha contra la pandemia requirió coordinación entre políticos, científicos, autoridades y negocios de todo el mundo. Esa clase de coordinación se fomenta con la confianza y la empatía que se adquiere con el turismo mundial, comentó Steves. El problema es que el propio turismo está empeorando la crisis, y dado que los gobiernos del mundo han vigilado con tanta indulgencia el impacto de la industria, esta tiene pocos incentivos para implementar cambios difíciles en sus operaciones.

Para mitigar el costo ambiental de sus negocios de viajes por Europa, Steves ha recurrido a hacer compensaciones de carbono. Por cada uno de los 30.000 pasajeros estimados que viajan a Europa con la empresa en un año cualquiera, la compañía destina 30 dólares a iniciativas ambientales destinadas a reducir los costos del cambio climático. Muchas aerolíneas ahora les ofrecen a los pasajeros la opción de pagar compensaciones de carbono.



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